En una de las primeras páginas del diccionario de María Moliner aparece una conmovedora dedicatoria:
“A mi marido y a nuestros hijos les dedico esta obra terminada en restitución de la atención que por ella les he robado”.
No tengo idea de cuánta atención necesitó para desarrollar uno de los diccionarios más completos jamás escritos del español, pero estoy seguro de que cada segundo usado fue bien invertido: la obra es una genuina guía completa de uso del idioma.
María Moliner (España, 1900-1981) dejó de lado la rueca y el huso y se atrevió a tomar la pluma: dedicó 15 años de su vida a escribir el Diccionario de uso del español; lo comenzó en 1952, cuando tenía 52 años. La primera edición se publicó en 1966 y contaba con aproximadamente 80 000 entradas.
El trabajo de un lexicógrafo es científico y humano al mismo tiempo: cada palabra se detecta y se recopila; luego se analiza y documenta; después se evalúa y se debate y, al final, se incluye en el diccionario. Los lexicógrafos analizan muchísimo material lingüístico, posteriormente revisan los patrones de uso, rastrean la palabra, de dónde viene, cuál es su posible etimología y su razón de existir, y la definen de la manera más precisa.
Todas las palabras que aparecen en los diccionarios más prestigiosos han pasado por un ir y venir de bocas —por los hablantes— y de manos —por las fichas de los lexicógrafos—. Si vemos una palabra en un diccionario es porque ha sobrevivido a los descomunales caprichos del tiempo y de los hablantes. En resumen, esa es la ecuación: si la palabra se usa por muchos y durante mucho tiempo, aparecerá en un diccionario de renombre, serio.
María Moliner hizo todo lo que un equipo de lexicógrafos; ella sola. ¿Cuántos kilómetros de tinta fueron trazados por su puño y letra? ¿Cuántas fichas lexicográficas necesitó? ¿Cómo pudo catalogar de entre miles de palabras del universo del español, de manera objetiva, la selección para su diccionario? Con ciencia, porque, si algo hay de sobra en el lexicón, es el rigor científico.
El conocimiento del vocabulario de una lengua es limitado en cada persona. Es imposible que cada uno de nosotros lo sepa todo, dice Luis Fernando Lara, quien es otro gran lexicógrafo y responsable del Diccionario del español de México.
La Real Academia Española no reconoció, en principio, en la obra de Moliner un trabajo monumental, pues —aunque fue postulada en 1972— no fue admitida. Unos dicen que porque no pertenecía a la gran tradición de filólogos (ella era bibliotecaria y lexicógrafa amateur). Otros mencionan que algunos académicos se opusieron abiertamente a su postulación, quizá por el mismo motivo. Pero hay una tercera razón más difícil de entender en la actualidad: porque era mujer. En aquel momento, la RAE tenía una larga tradición de exclusividad masculina. De haber sido admitida, Moliner se habría convertido en la primera mujer en ocupar un sillón en la Academia. Cabe señalar que, por entonces, la Academia escogió a Emilio Alarcos Llorach, un gramático que, ciertamente, gracias a su extensa obra, se había ganado el lugar. Y aunque se sabe que pocos años después algunos académicos volverían a invitar a María, ella declinó, ya que prefirió cuidar de su esposo, un físico con problemas graves de salud.
La protagonista de esta entrada es un ejemplo claro de que la dedicación y el esfuerzo personales rinden frutos aún en la posteridad. Hoy en día, María Moliner ocuparía una silla en la Academia. Sin duda. Nadie cuestiona que dejó para nuestro idioma uno de los trabajos más importantes, vigentes y consultados por periodistas, escritores, redactores, maestros, académicos y lexicógrafos. La mejor manera de conmemorar su legado es consultar su obra y recordar la titánica hazaña detrás de ella y hablar, siempre que sea posible, de la gran diccionarista que fue.